sábado, 29 de agosto de 2009

El retorno...

Después de unas semanas sin apenas kilómetros en las piernas y con unas vacaciones de poco ejercicio, mucha cerveza, y con 4 kilos más de peso, me planté a los pies del coloso una de las calurosas tardes de finales de Agosto.
No tuve buenas sensaciones en las primeras rampas antes de llegar a la ermita, pero no me desanimé, y aunque las piernas me empezaban a doler seguí adelante. Ya habría tiempo para abandonar, si es que ocurría, en los sectores más duros del puerto.
La leyenda de quien no lo sube no duerme esa noche me martirizaba; cuando llegué a la ermita de Grions el gemelo izquierdo me dio un aviso, pero lo ignoré, sin parar de pedalear me hidraté todo lo que pude y seguí hacia arriba, negociando las rampas del primer sector con todo el hierro que podía meter: 32-23.
Las moscas zumbaban a medida que avanzaba, como pequeños vampiros ávidos de chupar mi sudor. Gracias a la visera del casco evitaba mirar hacia arriba, para no ver el final de la carretera. Con la vista clavada en el asfalto evitaba la desmoralización psicológica, y con un ritmo de pedaleo que seguro que te hacía perder cualquier Vuelta o cualquier Tour de Francia seguí con más pena que gloria hacia arriba, por entre las entrañas de asfalto del coloso.
Cuando coroné el temible segundo sector, donde un montón de corcho al pie de una encina es la señal de que vas por buen camino, supe que de nuevo había vencido, y aunque me quedaba el sector final, que no es ningún regalo, la moral se me levantó mientras me relajaba en el descansillo previo al último tramo, que negocié con tranquilidad y hasta levantándome de la bicicleta en algunos puntos.
Así que cuando crucé la línea que indica el final de la pendiente y el principio del descenso hasta Sant Feliu, no pude menos que levantar los brazos como si hubiera cruzado la meta en Alpe d’Huez en primera posición, como consecuencia de un hachazo en una imaginaria o soñada etapa de montaña,, de un no menos imaginado Tour de Francia.

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